Los buenos presagios de la flor amarilla

La importancia de la flor amarilla en la vida y obra del escritor colombiano Gabriel García Márquez y su relación con otros escritores. 

Foto: Mauricio Vélez
Por:
Orlando Oliveros Acosta

Flores amarillas. Poco antes de cumplir ocho años de edad Gabriel García Márquez aprendió de su abuelo materno, el coronel Nicolás Márquez, que eran un símbolo de la buena suerte. Tres décadas después, pariendo los capítulos finales de Cien años de soledad en medio de una crisis económica, lo único que nunca faltaba en su escritorio, además de su máquina de escribir eléctrica Smith Corona, era un ramo de rosas amarillas que su esposa Mercedes Barcha renovaba cada tanto tiempo como un incentivo para la inspiración.

Aquella flor se había convertido en el amuleto que alentaba la persistencia de la belleza frente a los malos presagios. “Nada hay más bello en este mundo que una mujer bella”, le dijo Gabo al periodista Darío Arizmendi en 1982, por los días en que recibió el Premio Nobel de Literatura, “de manera que el gran conjuro de todos los males sería una mujer bella, pero como uno no la puede poner en un florero, ni colgarla del ojal, entonces lo más bello, después de una mujer bella, es una flor amarilla”.

Ese mismo año, durante una llamada telefónica desde México a la casa de sus padres en Cartagena, el amuleto volvía a hacerse presente en un diálogo con su madre:

– Nunca quise que ganaras el Nobel porque aquí la adivina dice que cuando alguien lo recibe, luego se muere…

– Tú tranquila: yo espantaré a la pava poniéndome una rosa amarilla en la solapa de mi smoking durante la entrega de los premios en Estocolmo.

– ¿No es que irías de guayabera?

– Bueno, en el bolsillo de la guayabera, entonces.

Cuando llegó el día del banquete del Nobel, no sólo fue él quien guardó una flor en su bolsillo, sino que también había una en la mesa de centro de su cuarto de hotel y otras más en el ojal de los fracs de sus amigos que lo acompañaron en la ceremonia. Así lo puede comprobar el científico Manuel Elkin Patarroyo, que estuvo ahí, repartiéndolas. En el fondo, era como si aquel talismán del color del fuego garantizara la victoria de la vida contra la muerte y, con ella, la fidelidad de las buenas amistades más allá de la atracción personal infundida por la gloria.

 

El color que viaja en el tiempo

 

Hasta 1977 las rosas predilectas de Gabo eran rojas. El autor de El otoño del patriarca lo constata en un cuestionario para la revista mexicana Hombre de Mundo, titulado “Gabriel García Márquez se confiesa a Marcel Proust”: “La flor que más me gusta es la rosa roja que me pone Mercedes todas las mañanas en el escritorio cuando empiezo a escribir”. Rosas rojas, comunes y corrientes, tal vez idénticas a las que aparecen en la portada de la primera edición de los Doce cuentos peregrinos. No obstante, cuando le preguntan por su color favorito, Gabo no responde que es el rojo sino “el amarillo del mar Caribe a las tres de la tarde en Jamaica”.

Quizás es esta última confesión la que motiva el cambio de color de las rosas, una transformación que afectaría no solo al futuro sino también al pasado. Tal parece que el amarillo iría envolviendo la vida y obra del escritor colombiano hasta anegarlo todo como en una lluvia de granos de mostaza. Amarillos son los animalitos de caramelo de Úrsula Iguarán y el torrente de flores minúsculas que sobrevino a la muerte de José Arcadio Buendía en Cien años de soledad; las hojas secas de los almendros en los parques de tantos cuentos y el tren que pasa por Macondo; la casa de Ángela Vicario en la fiesta de su boda en Crónica de una muerte anunciada y las frondas de grandes flores que hacían más nostálgicos los barcos abandonados que vio Florentino Ariza detrás de las oficinas de la C.F.C, en El amor en los tiempos del cólera.

El color amarillo, aun cuando invada y trastoque el pasado, sigue siendo el color de la verosimilitud, muy por encima de los tintes que ofrezca la realidad. En 1979, en una entrevista concedida a la revista italiana Epoca, Gabo contó que el episodio de Mauricio Babilonia y las mariposas amarillas que lo seguían a todas partes estaba basado en un electricista de Aracataca cuyas visitas a la casa de sus abuelos iba acompañada de pequeñas mariposas blancas. Sin embargo, mientras escribía Cien años de soledad, este recuerdo de la vida real sólo le pareció creíble para él y sus lectores cuando el blanco de las mariposas fue suplantado por el amarillo.

Decía Octavio Paz en su poema “Epitafio para un poeta”:

 

Quiso cantar, cantar

para olvidar

su vida verdadera de mentiras

y recordar

su mentirosa vida de verdades

 

A lo mejor García Márquez no hizo otra cosa que realizar esta labor de poeta: rememorar en su ficción las verdades que fue fundando, letra a letra, con el resplandor del mar Caribe bajo el sol de las tres de la tarde en Jamaica.

 

Dios los crea y la flor amarilla los junta

 

Para la literatura latinoamericana la flor amarilla es un elemento recurrente que vincula autores del mismo continente y traza señas misteriosas entre sus obras. Todo parece iniciar en diciembre de 1957, cuando la editorial Losada de Buenos Aires publica elTercer libro de las Odas del poeta chileno Pablo Neruda. Allí, entre cantos a la bicicleta, la ola y el serrucho, aparece un poema titulado “Oda a unas flores amarillas”. Son florecitas playeras, surgidas en la arena para recordarles a las personas el ciclo de la vida y la muerte:

 

Polvo somos, seremos.

Ni aire, ni fuego ni agua

sino

tierra,

sólo tierra

seremos

y tal vez

unas flores amarillas.

 

Tres años después, en agosto de 1960, Emecé Editores publica El Hacedor del escritor argentino Jorge Luis Borges. En la miscelánea de textos que componen el libro, hay uno titulado “Una rosa amarilla” que cuenta los últimos momentos de agonía del poeta napolitano Giambattista Marino. Borges narra que antes de morir, Marino “vio la rosa, como Adán pudo verla en el Paraíso, y sintió que ella estaba en su eternidad y no en sus palabras y que podemos mencionar o aludir pero no expresar…”. Aquella rosa amarilla es la belleza innombrable, el milagro percibido que prescinde de los ornamentos verbales de la gente.

Posteriormente a El Hacedor, en 1964, la Editorial Sudamericana lanza una segunda edición de Final de juego, un libro de cuentos de Julio Cortázar. La primera edición data de 1956 y estuvo a cargo del mexicano Juan José Arreola en su Colección Los Presentes, pero no es sino hasta esta segunda edición que Cortázar incluye un cuento titulado “Una flor amarilla”, en el que un angustiado hombre de cincuenta años comprende que desaparecer del mundo para entrar a la nada era perderse la belleza de una flor amarilla en los jardines de Luxemburgo. “No habría nunca más una flor para alguien como nosotros”, dice el personaje, “no habría nada, no habría absolutamente nada, y la nada era eso, que no hubiera nunca más una flor”.

La flor amarilla de García Márquez, la de la prosperidad y los mejores augurios, es un santo y seña de una generación consagrada de poetas y escritores. Pensar en ella es pensar en el lugar en donde pueden encontrarse todas las ficciones. Desde el descotado traje de flores amarillas que viste una prostituta de un cuento de Gabo titulado “En este pueblo no hay ladrones”, hasta la que surge como burla en el poema de Nicanor Parra, “Quédate con tu Borges”:

 

él te ofrece el recuerdo de una flor amarilla

vista al anochecer

años antes que tú nacieras

interesante puchas qué interesante

en cambio yo no te prometo nada

ni dinero ni sexo ni poesía

un yogur es lo + que podría ofrecerte

 

Dios los crea y la flor amarilla los junta. Incluso podría afirmarse que los despide. El 17 de abril del 2014, Gabo falleció en su casa en Ciudad de México rodeado de sus familiares, mientras el mundo lo homenajeaba con innumerables ramos de flores amarillas. 110 años antes, hacia mediados del verano de 1904, eran tres rosas amarillas las que, en un cuento de Raymond Carver, le daban el último adiós al célebre escritor ruso Antón Chejov el día de su muerte en un balneario alemán.

La vida, la obra y la muerte: tres espectáculos atados entre sí por un talismán de patio que, cuando llegan las brisas, también suele crecer en los jardines de las casas más viejas de Aracataca.

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