Un manual para ser niño
Tomado del Tomo 2 de la colección "Documentos de la Misión, Ciencia, Educación y Desarrollo: Educación para el Desarrollo". Presidencia de la República - Consejería para el Desarrollo Institucional - Colciencias. Bogotá, 1995.
Santafé de Bogotá D.C., 1995
Aspiro a que estas reflexiones sean un manual para que los niños se atrevan a defenderse de los adultos en el aprendizaje de las artes y las letras. No tienen una base científica sino emocional o sentimental, si se quiere, y se fundan en una premisa improbable: si a un niño se le pone frente a una serie de juguetes diversos, terminará por quedarse con uno que le guste más. Creo que esa preferencia no es casual, sino que revela en el niño una vocación y una aptitud que tal vez pasarían inadvertidas para sus padres despistados y sus fatigados maestros. Creo que ambas le vienen de nacimiento, y sería importante identificarlas a tiempo y tomarlas en cuenta para ayudarlo a elegir su profesión. Más aún: creo que algunos niños a una cierta edad, y en ciertas condiciones, tienen facultades congénitas que les permiten ver más allá de la realidad admitida por los adultos. Podrían ser residuos de algún poder adivinatorio que el género humano agotó en etapas anteriores, o manifestaciones extraordinarias de la intuición casi clarividente de los artistas durante la soledad del crecimiento, y que desaparecen, como la glándula del timo, cuando ya no son necesarias.
Creo que se nace escritor, pintor o músico. Se nace con la vocación y en muchos casos con las condiciones físicas para la danza y el teatro, y con un talento propicio para el periodismo escrito, entendido como un género literario, y para el cine, entendido como una síntesis de la ficción y la plástica. En ese sentido soy un platónico: aprender es recordar. Esto quiere decir que cuando un niño llega a la escuela primaria puede ir ya predispuesto por la naturaleza para alguno de esos oficios, aunque todavía no lo sepa. Y tal vez no lo sepa nunca, pero su destino puede ser mejor si alguien lo ayuda a descubrirlo. No para forzarlo en ningún sentido, sino para crearle condiciones favorables y alentarlo a gozar sin temores de su juguete preferido. Creo, con una seriedad absoluta, que hacer siempre lo que a uno le gusta, y sólo eso, es la fórmula magistral para una vida larga y feliz.
Para sustentar esa alegre suposición no tengo más fundamento que la experiencia difícil y empecinada de haber aprendido el oficio de escritor contra un medio adverso, y no sólo al margen de la educación formal sino contra ella, pero a partir de dos condiciones sin alternativas: una aptitud bien definida y una vocación arrasadora. Nada me complacería más si esa aventura solitaria pudiera tener alguna utilidad no sólo para el aprendizaje de este oficio de las letras, sino para el de todos los oficios de las artes.
La vocación sin don y el don sin vocación
Georges Bernanos, escritor católico francés, dijo: "Toda vocación es un llamado". El Diccionario de Autoridades, que fue el primero de la Real Academia en 1726, la definió como "la inspiración con que Dios llama a algún estado de perfección". Era, desde luego, una generalización a partir de las vocaciones religiosas. La aptitud, según el mismo diccionario, es "la habilidad y facilidad y modo para hacer alguna cosa". Dos siglos y medio después, el Diccionario de la Real Academia conserva estas definiciones con retoques mínimos. Lo que no dice es que una vocación inequívoca y asumida a fondo llega a ser insaciable y eterna, y resistente a toda fuerza contraria: la única disposición del espíritu capaz de derrotar al amor.
Las aptitudes vienen a menudo acompañadas de sus atributos físicos. Si se les canta la misma nota musical a varios niños, unos la repetirán exacta, otros no. Los maestros de música dicen que los primeros tienen lo que se llama el oído primario, importante para ser músicos. Antonio Sarasate, a los cuatro años, dio con su violín de juguete una nota que su padre, gran virtuoso, no lograba dar con el suyo. Siempre existirá el riesgo, sin embargo, de que los adultos destruyan tales virtudes porque no les parecen primordiales, y terminen por encasillar a sus hijos en la realidad amurallada en que los padres los encasillaron a ellos. El rigor de muchos padres con los hijos artistas suele ser el mismo con que tratan a los hijos homosexuales.
Las aptitudes y las vocaciones no siempre vienen juntas. De ahí el desastre de cantantes de voces sublimes que no llegan a ninguna parte por falta de juicio, o de pintores que sacrifican toda una vida a una profesión errada, o de escritores prolíficos que no tienen nada que decir. Sólo cuando las dos se juntan hay posibilidades de que algo suceda, pero no por arte de magia: todavía falta la disciplina, el estudio, la técnica, y un poder de superación para toda la vida.
Para los narradores hay una prueba que no falla. Si se le pide a un grupo de personas de cualquier edad que cuenten una película, los resultados serán reveladores. Unos darán sus impresiones emocionales, políticas, o filosóficas, pero no sabrán contar la historia completa y en orden. Otros contarán el argumento, tan detallado como recuerden, con la seguridad de que será suficiente para transmitir la emoción del original. Los primeros podrán tener un porvenir brillante en cualquier materia, divina o humana, pero no serán narradores. A los segundos les falta todavía mucho para serlo –base cultural, técnica, estilo propio, rigor mental– pero pueden llegar a serlo. Es decir: hay quienes saben contar un cuento desde que empiezan a hablar, y hay quienes no sabrán nunca. En los niños es una prueba que merece tomarse en serio.
Las ventajas de no obedecer a los padres
La encuesta adelantada para estas reflexiones ha demostrado que en Colombia no existen sistemas establecidos de captación precoz de aptitudes y vocaciones tempranas, como punto de partida para una carrera artística desde la cuna hasta la tumba. Los padres no están preparados para la grave responsabilidad de identificarlas a tiempo, y en cambio sí lo están para contrariarlas. Los menos drásticos les proponen a los hijos estudiar una carrera segura, y conservar el arte para entretenerse en las horas libres. Por fortuna para la humanidad, los niños les hacen poco caso a los padres en materia grave, y menos en lo que tiene que ver con el futuro.
Por eso los que tienen vocaciones escondidas asumen actitudes engañosas para salirse con la suya. Hay los que no rinden en la escuela porque no les gusta lo que estudian, y sin embargo podrían descollar en lo que les gusta si alguien los ayudara. Pero también puede darse que obtengan buenas calificaciones, no porque les guste la escuela, sino para que sus padres y sus maestros no los obliguen a abandonar el juguete favorito que llevan escondido en el corazón. También es cierto el drama de los que tienen que sentarse en el piano durante los recreos, sin aptitudes ni vocación, sólo por imposición de sus padres. Un buen maestro de música, escandalizado con la impiedad del método, dijo que el piano hay que tenerlo en la casa, pero no para que los niños lo estudien a la fuerza, sino para que jueguen con él.
Los padres quisiéramos siempre que nuestros hijos fueran mejores que nosotros, aunque no siempre sabemos cómo. Ni los hijos de familias de artistas están a salvo de esa incertidumbre. En unos casos, porque los padres quieren que sean artistas como ellos, y los niños tienen una vocación distinta. En otros, porque a los padres les fue mal en las artes, y quieren preservar de una suerte igual aun a los hijos cuya vocación indudable son las artes. No es menor el riesgo de los niños de familias ajenas a las artes, cuyos padres quisieran empezar una estirpe que sea lo que ellos no pudieron. En el extremo opuesto no faltan los niños contrariados que aprenden el instrumento a escondidas, y cuando los padres los descubren ya son estrellas de una orquesta de autodidactas.
Maestros y alumnos concuerdan contra los métodos académicos, pero no tienen un criterio común sobre cuál puede ser mejor. La mayoría rechazaron los métodos vigentes, por su carácter rígido y su escasa atención a la creatividad, y prefieren ser empíricos e independientes. Otros consideran que su destino no dependió tanto de lo que aprendieron en la escuela como de la astucia y la tozudez con que burlaron los obstáculos de padres y maestros. En general, la lucha por la supervivencia y la falta de estímulos han forzado a la mayoría a hacerse solos y a la brava.
Los criterios sobre la disciplina son divergentes. Unos no admiten sino la completa libertad y otros tratan incluso de sacralizar el empirismo absoluto. Quienes hablan de la no disciplina reconocen su utilidad, pero piensan que nace espontánea como fruto de una necesidad interna, y por tanto no hay que forzarla. Otros echan de menos la formación humanística y los fundamentos teóricos de su arte. Otros dicen que sobra la teoría. La mayoría, al cabo de años de esfuerzos, se sublevan contra el desprestigio y las penurias de los artistas en una sociedad que niega el carácter profesional de las artes.
No obstante, las voces más duras de la encuesta fueron contra la escuela, como un espacio donde la pobreza de espíritu corta las alas, y es un escollo para aprender cualquier cosa. Y en especial para las artes. Piensan que ha habido un despilfarro de talentos por la repetición infinita y sin alteraciones de los dogmas académicos, mientras que los mejor dotados sólo pudieron ser grandes y creadores cuando no tuvieron que volver a las aulas. "Se educa de espaldas al arte", han dicho al unísono maestros y alumnos. A estos les complace sentir que se hicieron solos. Los maestros lo resienten, pero admiten que también ellos lo dirían. Tal vez lo más justo sea decir que todos tienen razón. Pues tanto los maestros como los alumnos, y en última instancia la sociedad entera, son víctimas de un sistema de enseñanza que está muy lejos de la realidad del país.
De modo que antes de pensar en la enseñanza artística, hay que definir lo más pronto posible una política cultural que no hemos tenido nunca. Que obedezca a una concepción moderna de lo que es la cultura, para qué sirve, cuánto cuesta, para quién es, y que se tome en cuenta que la educación artística no es un fin en sí misma, sino un medio para la preservación y fomento de las culturas regionales, cuya circulación natural es de la periferia hacia el centro y de abajo hacia arriba.
No es lo mismo la enseñanza artística que la educación artística. Esta es una función social, y así como se enseñan las matemáticas o las ciencias, debe enseñarse desde la escuela primaria el aprecio y el goce de las artes y las letras. La enseñanza artística, en cambio, es una carrera especializada para estudiantes con aptitudes y vocaciones específicas, cuyo objetivo es formar artistas y maestros como profesionales del arte.
No hay que esperar a que las vocaciones lleguen: hay que salir a buscarlas. Están en todas partes, más puras cuanto más olvidadas. Son ellas las que sustentan la vida eterna de la música callejera, la pintura primitiva de brocha y sapolín en los palacios municipales, la poesía en carne viva de las cantinas, el torrente incontenible de la cultura popular que es el padre y la madre de todas las artes.
¿Con qué se comen las letras?
Los colombianos, desde siempre, nos hemos visto como un país de letrados. Tal vez a eso se deba que los programas del bachillerato hagan más énfasis en la literatura que en las otras artes. Pero aparte de la memorización cronológica de autores y de obras, a los alumnos no les cultivan el hábito de la lectura, sino que los obligan a leer y a hacer sinopsis escritas de los libros programados. Por todas partes me encuentro con profesionales escaldados por los libros que les obligaron a leer en el colegio con el mismo placer con que se tomaban el aceite de ricino. Para las sinopsis, por desgracia, no tuvieron problemas, porque en los periódicos encontraron anuncios como este: "Cambio sinopsis de El Quijote por sinopsis de La Odisea". Así es: en Colombia hay un mercado tan próspero y un tráfico tan intenso de resúmenes fotostáticos, que los escritores armamos mejor negocio no escribiendo los libros originales sino escribiendo de una vez las sinopsis para bachilleres. Es este método de enseñanza –y no tanto la televisión y los malos libros–, lo que está acabando con el hábito de lectura. Estoy de acuerdo en que un buen curso de literatura sólo puede ser una gema para lectores. Pero es imposible que los niños lean una novela, escriban la sinopsis y preparen una exposición reflexiva para el martes siguiente. Sería ideal que un niño dedicara parte de su fin de semana a leer un libro hasta donde pueda y hasta donde le guste –que es la única condición para leer un libro– pero es criminal, para él mismo y para el libro, que lo lea a la fuerza en sus horas de juego y con la angustia de las otras tareas.
Haría falta –como falta todavía para todas las artes– una franja especial en el bachillerato con clases de literatura que sólo pretendan ser guías inteligentes de lectura y reflexión para formar buenos lectores. Porque formar escritores es otro cantar. Nadie enseña a escribir, salvo los buenos libros, leídos con la aptitud y la vocación alertas. La experiencia de trabajo es lo poco que un escritor consagrado puede transmitir a los aprendices si éstos tienen todavía un mínimo de humildad para creer que alguien puede saber más que ellos. Para eso no haría falta una universidad, sino talleres prácticos y participativos, donde escritores artesanos discutan con los alumnos la carpintería del oficio: cómo se les ocurrieron sus argumentos, cómo imaginaron sus personajes, cómo resolvieron sus problemas técnicos de estructura, de estilo, de tono, que es lo único concreto que a veces puede sacarse en limpio del gran misterio de la creación. El mismo sistema de talleres está ya probado para algunos géneros del periodismo, el cine y la televisión, y en particular para reportajes y guiones. Y sin exámenes ni diplomas ni nada. Que la vida decida quién sirve y quién no sirve, como de todos modos ocurre.
Lo que debe plantearse para Colombia, sin embargo, no es sólo un cambio de forma y de fondo en las escuelas de arte, sino que la educación artística se imparta dentro de un sistema autónomo, que dependa de un organismo propio de la cultura y no del ministerio de la educación. Que no esté centralizado, sino al contrario, que sea el coordinador del desarrollo cultural desde las distintas regiones del país, pues cada una de ellas tiene su personalidad cultural, su historia, sus tradiciones, su lenguaje, sus expresiones artísticas propias. Que empiece por educarnos a padres y maestros en la apreciación precoz de las inclinaciones de los niños, y los prepare para una escuela que preserve su curiosidad y su creatividad naturales. Todo esto, desde luego, sin muchas ilusiones. De todos modos, por arte de las artes, los que han de ser ya lo son. Aun si no lo sabrán nunca.
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En el camino de explorar la vida y obra de Gabriel José de la Concordia García Márquez las sorpresas son cotidianas. Pues sin duda, tanto su trabajo como su misma historia es un generador infinito de ellas. Sin embargo, debo confesar que es la primera vez que oigo que lo conocieron a través de una caja.
Sí, una caja. Una caja que ha terminado siendo una especie de leyenda que esperamos que, como la del galeón San José, termine emergiendo de las profundidades de la historia de la literatura para sorprendernos con la confirmación material de su idílica condición de depositaria de los tesoros literarios que, cual regalo divino, serían el consuelo del alma de un doliente de neumonía caribe, cogida en una mala noche de Cartagena y curada en medio de la algarabía de la prole que siendo García y también Márquez, es hoy patrimonio del imaginario universal.
La hamaca de convaleciente se mecía a la voz de la brisa sucreña, mientras Gabito al cuidado de su familia engullía los libros que sus amigos del grupo Barranquilla le habían hecho llegar. Como un alimento para la cabeza de ese escritor en ciernes que a falta de dinero para pagar una pensión había decidido dormir en el Camellón de los mártires de La Heroica, sin saber que el cielo lo bañaría en un aguacero que terminaría en dolencia pulmonar.
Los años pasaron y en los hombros del tiempo se multiplicaron no solo las páginas, los aplausos y los premios para el escritor. Si no el número de niños en la familia que, en Cartagena, alrededor de la cocina de Luisa Santiaga corría hasta la hora de la “Chuculia” -bebida que la abuela daba a cada miembro antes de acostarse, elaborada con cualquier cosa susceptible de ser licuada con leche y azúcar-. Y así, en medio del juego a la pelota, de que fulanito empujó a zutanito, un inquieto tocayo se encontró con la caja…
“No tocar, propiedad de Gabito”, la letra de imprenta sobre el papel sellaba con la dignidad de la propiedad privada la caja, que en casa de la abuela parecía esperar a un tío ausente que compartía con aquel juguetón no solo sangre, sino nombre: Gabriel.
Fue así como Gabriel Eligio Torres García a corta edad se enteró que tenía un tío escritor, dueño de una caja que solo años después supo tenía libros, quizá por los mismos días que llegó un señor todo vestido de blanco y por el cual, a medio camino lo atajaron en su carrera hacia la sala, bajo la excusa “de que había que portarse bien porque había visita”.
A cierta distancia vio el hombre que con una novela encima -que se vendía como salchichas- regresaba a la casa materna en busca entre otras cosas del mismo consentimiento del que él gozaba todos los días. En el apartamento de puertas abiertas que era la casa de doña Luisa Santiaga Márquez que, aparte de ser su abuela, era también la madre de ese hombre de blanco que la gente en la calle decía era muy famoso.
Sonó el teléfono y preguntaron por Gabriel, y efectivamente contestó Gabriel y recibió una razón para Gabriel, solo para darse cuenta de que él no era el Gabriel por el que preguntaban. Volvió a sonar el teléfono y preguntaron por Gabo, contestó Gabo, para darse cuenta de que él no era el Gabo por el que preguntaban. Hasta el día que Gabriel José –el escritor– decidió dar una solución práctica a aquel entuerto en una casa donde a esas alturas y en algunas temporadas podían preguntar por tres Gabrieles: Gabriel Eligio –el padre–, Gabriel José –el hijo– y Gabriel Eligio –el nieto y sobrino–. Fue así como Gabriel Eligio Torres García fue bautizado por su tío Gabriel José de la Concordia García Márquez como: Gabo Gabo.
Sí, Gabo Gabo. Sustantiva redundancia que desde la adolescencia pasó a ser la identidad del hijo de Rita del Carmen García Márquez, bisnieto del coronel Nicolás Ricardo Márquez y sobrino igualmente de la tía Pa. Parte de la dinastía de los Gabrieles a la luz de la cual el telegrafista de Aracataca hasta el último día de su vida estuvo satisfecho al cumplir su propósito de no quedarse sin un tocayo en la casa.
Durante su vida, Gabo Gabo se ha desempeñado en oficios muy lejanos a la literatura hasta aquel día en que en Norteamérica cayó en cuenta de su nuevo destino… Venía de una larga jornada de trabajo que había dejado memoria en su indumentaria, por tanto, decidió ocupar discretamente la última fila del recinto atiborrado de escuchas a la espera de una conferencia sobre la vida de Gabriel García Márquez.
No lo soportó, las imprecisiones acerca de su abuela, su abuelo y su familia en general lograron que venciera su timidez y se pusiera en pie, aclarando al público las erratas del conferencista. Que sin darse a esperar pidió al intrometido una justificación de su aclaración, ante lo cual Gabo Gabo no tuvo más opción que presentarse como lo que es: sobrino de Gabriel García Márquez.
Con ese dejo de tierna picardía –muy propio de la descendencia del telegrafista de Aracataca–. Sentado en la oficina de su tío Jaime en Cartagena –más conocido al interior de la familia como el hermano sánduche–, recuerda aquella tarde de fiesta en la que su tío Gabito prefirió pasarla al lado de él y sus amigos que con la gente de su edad… Haciendo consultas y peticiones de las canciones de moda al intérprete de ese acordeón tan comunicativo que siempre terminaba arrugándole el sentimiento.
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